En el Trastorno del Espectro Autista, el diagnóstico, con frecuencia, no se realiza hasta los 18–24 meses de forma general. Sin embargo, tanto para éste como para cualquier trastorno en el desarrollo, uno de los retos básicos en el diagnóstico lo constituye la detección temprana de aquellos rasgos, síntomas o signos que se consideren inequívocos de
este síndrome y que conformen un conjunto lo suficientemente significativo como para evitar su confusión con retrasos en el desarrollo o trastornos específicos del lenguaje o del comportamiento. El hándicap al que nos enfrentamos
en el caso del TEA se basa en la carencia de marcadores biológicos característicos (Cubo et al., 2011), en la amplia
variabilidad respecto a gravedad y síntomas, llegando, incluso a no ser reconocido, por ejemplo en el caso de niños
levemente afectados o cuando éste resulta enmascarado por alteraciones físicas más debilitantes (Bonilla y Chaskel,
2016), así como en la interacción con otros trastornos; discapacidad cognitiva, hiperactividad, trastornos de conducta,
etc.
Un hecho indiscutible lo constituye el que la detección precoz supone un factor clave para un buen pronóstico de
evolución y prevención de la discapacidad asociada al TEA, ya que permite iniciar lo antes posible una intervención
precoz (Busquets et al., 2019). Así mismo, la detección precoz deriva en una atención inicial a las familias de estos niños, lo que, sin duda, contribuye a reducir el estrés familiar, aumentar la capacidad de afrontamiento y dotarles de las
estrategias adecuadas para acometer el proceso de crianza de sus hijos. En definitiva, el interés por la identificación
de signos o señales tempranas de TEA radica en la evidencia acumulada de mejorías en el pronóstico de la mayoría
de los casos tras la implementación precoz de programas de estimulación y crianza